¿¿Hj… qué??

¿¿Hj… qué?? ¡Hjckrrh!  No es, a primera vista, un nombre fácil o cómodo. Sin embargo, que parezca impronunciable no quiere decir que no sea una palabra digna de consideración, del mismo modo que no se puede decir tampoco que no sea digna de consideración la frase «Las incoloras ideas verdes duermen frenéticamente». Al crearla, Noam Chomsky quiso ejemplificar que el sentido no dependía de la gramática y que una frase podía ser correcta y carecer de sentido al mismo tiempo. Paradójicamente, a partir del uso chomskiano en 1957, la frase ya significa algo. Además, una vez acuñada, quedó a disposición de los hablantes para que la utilizaran como juzgaran conveniente. Al parecer, en 1985 se organizó en la Universidad Stanford un concurso literario para el cual debía crearse, en cien palabras o catorce versos, un contexto en el que la frase tuviera sentido. No quedó desierto.

La genealogía de «hjckrrh» tampoco carece de alcurnia, y es mucho más añeja. Nació para la literatura en 1865, cuando se publicó la primera edición de Alicia en el país de las maravillas, en cuyo capítulo IX se produce un prolongado silencio en el que, mientras Alicia espera con avidez que la Falsa Tortuga cuente su historia, lo único que se oye es un «¡hjckrrh!» ocasional exclamado por el Grifo. Nuestra palabra guarda cierta relación con la frase chomskiana de las ideas verdes incoloras en la medida en que crea una contradicción entre elementos que no se presentan como discordantes en el uso corriente del lenguaje; en este caso, entre la secuencia de grafemas y la dificultad que presenta su traducción en fonemas.

Nuestro uso del lenguaje se basa en muchos pactos tácitos, y no es el menor de ellos que las palabras se crean combinando consonantes y vocales. Es cierto que en algunas lenguas las vocales parecen tener una posición subsidiaria y pueden omitirse en la escritura o aparecer como simples diacríticos. Es lo que ocurre en el hebreo o el árabe. Y es curioso que esas dos lenguas que muestran una marcada tendencia antivocálica en términos grafémicos hayan coincidido también en un impulso antitraductor por lo que hace a los textos más sagrados de sus hablantes. El judaísmo llegó al punto de contar las letras de sus libros para asegurarse de que no faltaba ninguna e intentó comprender el mundo dilucidando relaciones entre palabras con idéntico valor numérico. El islamismo considera blasfema la traducción de su libro sagrado. Desde la internalidad de esos sistemas, la tarea traductora resulta imposible.

En el ámbito de lo meramente humano, por el contrario, no cabe discusión posible acerca del papel que desempeña la traducción en la construcción del edificio literario. Del mismo modo que no cabe discusión en cuanto al papel esencial que desempeña en nuestros usos del lenguaje la colaboración grafémica de las humildes vocales. La palabra hjckrrh, con su visibilización de las ausencias, quizá no sea un mal recordatorio de que, como dicen en inglés, hacen falta dos para bailar el tango.