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Cuentos de la Gran Guerra (edición digital)

cubiertaCuentos de la Gran Guerra [↑] reúne veinte relatos publicados entre 1914 y 1934, es decir, entre el estallido bélico y los años siguientes a la conmemoración del décimo aniversario del final del conflicto, cuando Europa y el mundo se encaminaban ya hacia otra guerra que dejaría pequeña a la anterior y obligaría a cambiarle el nombre. La antología, obra de Juan Gabriel López Guix, fue publicada en papel por la editorial Alpha Decay [↑] en el 2008. Ahora, con motivo del centenario del conflicto, nace en formato digital, fruto de una colaboración entre esa editorial y ¡Hjckrrh! Esta versión digital contiene dos relatos diferentes, de John Galsworthy y Winifred Holtby (que sustituyen a los de Somerset Maugham y Richard Aldington); los demás permanecen sin modificación. Los autores seleccionados pertenecen todos ellos al ámbito de la anglofonía, tanto al Reino Unido como a las antiguas colonias que hoy integran la Commonwealth. Así, hay representantes de Inglaterra, Gales, Escocia, Irlanda, los Estados Unidos, Nueva Zelanda, la India y también autores más «extraterritoriales» (como Vernon Lee o Joseph Conrad). La antología presenta necesariamente carencias, pero casi todos los relatos son inéditos en castellano (sabemos de versiones anteriores sólo en los casos de D. H. Lawrence y Katherine Mansfield).

En junio del 2014, en un acto organizado por ACE Traductores en el marco de la Feria del Libro de Madrid, su antólogo mencionó algunos de los criterios de una selección orientada a producir un efecto de contraste y multiplicidad. Como presentación de esta edición digital nacida de la colaboración entre ¡Hjckrrh! y Alpha Decay, reproducimos a continuación parte de lo dicho entonces en el apretado formato de una mesa redonda [↑] dedicada a la traducción y la guerra en la que participaron además Belén Santana, Olga Korobenko y Ben Clark, moderados por Isabel García Adánez:

 

Un primer criterio fue el de los partidarios y los detractores del conflicto, belicistas y pacifistas. Entre los primeros elegí a dos autores que trabajaron para la oficina secreta de propaganda de guerra creada por los británicos en septiembre de 1914: Arthur Conan Doyle y Rudyard Kipling.

Conan Doyle vivió bastante mal su relación con Sherlock Holmes. Publicó su primera aventura en julio de 1887 (Estudio en escarlata) y acabó con él en 1893 (El problema final) porque lo distraía de empresas más serias. Lo resucitó en 1903 (aunque en 1901 había aparecido una aventura ambientada antes de su «muerte», El perro de los Baskerville). Se cuenta que en una visita al frente occidental en 1916, un general francés le preguntó si Sherlock Holmes servía en el ejército británico, a lo que Doyle respondió: «Es demasiado viejo para alistarse, mi general». Sin embargo, Doyle se lo pensó dos veces y publicó al año siguiente «El último saludo» (1917), donde Sherlock Holmes actúa en el contraespionaje al servicio de Su Majestad. De modo revelador, el título deja traslucir la intención del escritor de deshacerse de su héroe. Una intención que volvió a frustrarse, puesto que siguieron apareciendo aventuras de Sherlock Holmes hasta 1927.

El cuento de Kipling, «Mary Postgate», es una obra maestra del género y, al mismo tiempo, un curso acelerado de odio. Fue publicado en 1915, coincidiendo con la batalla de Loos, donde Kipling perdería a su hijo Jack, a quien él había conseguido alistar a pesar de su grave miopía. El escritor participó muy activamente en la campaña de propaganda del gobierno británico. Después de la guerra, fue miembro de la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra, encargada de la identificación, exhumación y entierro definitivo de los muertos británicos. Concibió que todos los cementerios tuvieran dos monumentos, la Cruz del Sacrificio y la Piedra del Recuerdo. Para la primera Kipling eligió la inscripción «Para que no olvidemos», un verso extraído de su poema «Recesional» (1897); y, para la segunda, «Su nombre pervive para siempre», un versículo del Eclesiástico (44:14). Con estas medidas la comisión impuso una simbología y un relato únicos en todos los cementerios. Del cuento se dijo después que era «el más intenso testamento del odio surgido de Inglaterra durante la Gran Guerra».

En el polo de la propaganda opuesta, la de la causa pacifista, elegí «El ballet de las naciones» (1915), un panfleto cultista (si se puede decir así) de Vernon Lee, pseudónimo de Violet Paget. Vernon Lee se opuso activamente a la guerra desde la Unión de Control Democrático, la primera organización de objetores de conciencia de la historia, de la que fue secretario Edmund Morel, el denunciador de las atrocidades congoleñas. También perteneció a ella Bertrand Russell, quien escribió en su autobiografía refiriéndose a la lucha de los objetores:

con la guerra sentí algo así como la llamada de Dios. Supe que me correspondía protestar, por más fútil que la protesta pudiese parecer. Estaba en juego toda mi persona. Como amante de la verdad, la propaganda nacionalista de todos los países beligerantes me asqueaba. Como amante de la civilización, el retorno a la barbarie me anonadaba. Como hombre de frustrados sentimientos paternales, la masacre de la juventud me destrozó el corazón. No es que creyese que se podía lograr mucho oponiéndose a la guerra, pero sentía que, por el honor de la naturaleza humana, aquellos que no eran arrastrados por la corriente debían demostrar que permanecían firmes.

La obra de Vernon Lee es una alegoría que utiliza los formatos medievales de la moralidad y la danza de la muerte.

Otro ámbito de interés importante fue el de la desestructuración de la personalidad masculina, recogida en los relatos de Richard Aldington («El caso del teniente Hall», 1930, en la versión en papel), Windham Lewis («El caniche», 1916) o Mary Butt («Dios bendiga el arado», 1921), que recogen de las secuelas de la invalidez y de lo que ahora se llama estrés postraumático y antes neurosis de guerra y antes de que fuera considerado como una consecuencia psicológica de la experiencia bélica sencillamente cobardía. Antes de una correcta identificación del trauma, muchos soldados fueron sometidos a consejos de guerra y en ocasiones fusilados. En Youtube es fácil encontrar imágenes de soldados traumatizados, presos de movimientos convulsivos, y de los intentos terapéuticos realizados con ellos.

La perspectiva de las mujeres era fundamental, entre otras cosas, para huir de la equiparación tópica entre relato de guerra y relato masculino. El excepcional cuento de la bengalí Swarna Kumari Devi, al tiempo que aporta una visión colonial, introduce, entre otras cosas, una equiparación entre emancipación nacional y emancipación femenina. Se incluyen también diversos relatos de mujeres que tuvieron una experiencia directa de la guerra en tanto que enfermeras. Describen la situación en los hospitales de campaña con una voz rigurosa y precisa que, con su aparente asepsia, limpia la costra ideológica que mitologiza la guerra, el patriotismo y los más altos valores, como la Justicia, la Libertad y la Civilización: Ellen Newbold Lamotte («Mujeres y esposas», 1916) y Mary Borden («Conspiración», 1929). Al mismo tiempo, otra voz femenina recuerda la guerra como un tiempo de liberación para la mujer: la añoranza, por parte de una antigua enfermera, de una camaradería femenina y de la salida a un mundo más amplio de actividad y toma de decisiones es reflejado en la curiosa fantasía de Radclyffe Hall («La señorita Ogilvy se encuentra a sí misma», 1934), con su descripción de la guerra como espacio de libertad para las mujeres. Un sentimiento similar de añoranza de tiempos más libres, pero desde una perspectiva heterosexual, se refleja en «A dos pasos de la feria» de Winifred Holtby (1934), incluido en la versión digital

La oposición entre la levedad y el espanto queda reflejada en el contraste entre dos cuentos. El primero es una descripción realizada por Saki de la vida ornitológica en la línea de frente, «Los pájaros en el frente occidental» (1916), uno de los últimos textos que escribió. En él pasa revista a los pájaros que pueden encontrarse en la línea del frente. El contraste no puede ser más brutal con «El prisionero alemán» (1930), una especie de híbrido entre una obra de Samuel Beckett y un episodio de Abu Ghraib. El relato es obra de James Hanley, de quien Anthony Burgess dijo que era un genio no reconocido. Para intentar eludir la censura, Hanley lo publicó de forma privada (con ayuda económica de Richard Aldington, autor de la introducción) en la imprenta del librero y editor anarquista de origen alemán Charles Lahr (pseud. E. Archer), que también publicó la revista literaria New Coterie entre 1925-1927. Debido a su crudeza del lenguaje y su tratamiento de los crímenes de guerra, el relato es una bomba nuclear (si es permisible el anacronismo) contra el mito de la inocencia de los soldados ingleses y el mito de la «guerra por la civilización». El libro fue prohibido en 1935 por las autoridades inglesas y no volvió a aparecer hasta 1997. Estas dos obras también marcan en cierto modo una oposición entre una visión de clase acomodada y una perspectiva de clase trabajadora, el dandy frente al despojado.

Éstos son sólo algunos de los relatos antologados. Son muchos más los temas abordados y cabría establecer entre todos ellos muchas más relaciones, puesto que la antología es un pequeño mosaico en el que las teselas contrastan y dialogan unas con otras y ofrecen un panorama múltiple y contradictorio de la experiencia y las secuelas de aquellos años terribles.